Antes de que el año termine, y de que pasen las Navidades... quiero dejaros aquí un relato que escribí hace algunos años para ser emitido en radio.
Un relato distinto...
Con un punto de vista diferente de las navidades.... ya sabéis que me gusta ver todas las caras del dado...
Aquí os lo dejo y con él, me despido hasta primeros de año. Deseo que 2009 os traiga toda la felicidad que os merecéis.
Gracias por estos meses colmados de cariño.
Un relato distinto...
Con un punto de vista diferente de las navidades.... ya sabéis que me gusta ver todas las caras del dado...
Aquí os lo dejo y con él, me despido hasta primeros de año. Deseo que 2009 os traiga toda la felicidad que os merecéis.
Gracias por estos meses colmados de cariño.
"NUESTRAS NEGRAS NAVIDADES"
"Siempre que llega el frío, mi madre se arrincona en un extremo de nuestra casa y cae en una profunda depresión.
Sólo recuerdo un invierno anterior. Por lo tanto, debo ser aún muy pequeño. Mis hermanos, algunos mayores y otros más jóvenes que yo, se aferran a mi madre e imitan siempre su actitud. No lo entiendo.
Somos muchos en casa. Al menos quince, más mi madre, claro. Vivimos en un sitio que dicen que es horrible. A mi no me lo parece, la verdad.
Jugamos todo el día en la calle y en casa, mis hermanos y los demás, porque somos muchos, muchísimos. Hay muchas mamás con un montón de hijos. De todas las edades. Así que siempre hay con quien jugar. Cuando mis hermanos se enfadan conmigo, pues busco a cualquier otro.
Claro, que ahora que lo pienso... nunca he visto papás. No sé por qué. Una vez le pregunté a mamá:
- Mami, ¿Por qué nuestro papá no está aquí?
- Hijo... papá está lejos. Ellos se lo llevaron. Debiste nacer hembra.
Estaríamos juntos mucho más tiempo...
Mi madre siempre hablaba mal de ellos, de los que se llevaron a papá. Pero la verdad es, que no entiendo muy bien por qué. Al fin y al cabo, son los que nos proporcionan la comida y la bebida que todos necesitamos... Si fuesen malos... digo yo que no nos darían de comer. Bien es verdad que la comida es escasa pero, al menos, no nos morimos de hambre.
La cantidad de comida varía según la época del año. La mejor época, sin duda, es ésta. Cuando acaba el verano y el otoño está en pleno apogeo, la comida siempre es abundante. Qué digo abundante, es extraordinaria, excesiva, y, sin embargo, mi mamá y todas las demás mamás insisten en que no la tomemos. Que no comamos más que lo justo. ¡No lo entiendo! Un maíz tan tierno y tan hermoso desperdiciado. Y, claro, los amos se enfadan, y con razón, creo yo.
Aquel día nevaba. La calle se cubría con un grueso manto blanco y vi algunas personas sonrientes que pasaban delante de mi casa. Por un ventanuco, al que conseguía subirme de vez en cuando, podía ver apenas los tobillos de la gente que paseaba por allí. Sólo tenía acceso a la figura completa cuando pasaban por la acera contraria, frente al ventanuco.
Y así lo vi: Un gran árbol, un abeto creo, adornaba una plaza cercana. No podía retirar
mis ojos de él. Soltaba destellos de colores y unas esferas metálicas, bellísimas, colgaban de sus ramas. Corrí abajo y busqué a mi madre.
- Mami, ¡Mami! ¿Qué clase de frutos da ese árbol que hay en la plaza?
¿Cómo se llaman? ¿Se comen?
- No son frutos, cariño. Son adornos de Navidad. –La tristeza se reflejó en su
rostro-.
- Ah... Navidad. ¿Navidad? ¿Qué es la Navidad, mami?
- Navidad... -dijo como buscando las palabras- Es una época negra. La
época en que las familias se deshacen. La época en que la desgracia se
cierne sobre nuestras cabezas.
- ¿Y por qué la gente va tan contenta, mami? Los niños sonríen. Y no he
visto, como el resto del año, que los hombres se peleen.
- Te hablo de nosotros cariño. De nuestra familia. Tu hermano mayor... tal vez
se marche pronto... como papi.
- ¿A dónde?
- ¡Ssshhh! Traen la comida y el agua. ¡Corre! escóndete en aquel rincón.
Estás tan grande para tu edad..., ¡Vamos, escóndete!
Yo corrí despavorido al último rincón de mi casa. Precisamente bajo aquel ventanuco. Me acomodé como pude al lado de una caja de manzanas medio podridas. Un exquisito manjar. Los copos blancos comenzaron a caerme encima. ¡Estaban helados!
Reflexioné sobre lo que mi madre me había contado. Cuanto más lo pensaba, menos lo entendía. Según mi madre, la Navidad no es igual para todos... Sin embargo, a mí me gustaba... Escuchaba de cuando en cuando, unas cancioncillas muy tiernas que hablaban de amor, de paz y de amistad, ¿Cómo podía ser eso algo malo? ¿Por qué nosotros no cantábamos aquellas melodías y nos sentíamos tan dichosos como ellos? Al fin y al cabo todos vivimos en la misma ciudad. Y, si bien es verdad que somos pobres, comemos a diario y, seguramente nuestro amo se siente contagiado de los villancicos y del ambiente Navideño, y esa debe ser la razón por la cual, en estas fechas, la comida es abundante y excelente. Pero mi madre sigue empeñada en no comer ella y en que no comamos nosotros.
Uno de mis amigos se ponía ciego de maíz y, de vez en cuando y a escondidas, me llevaba un puñado para mí. Lo comía con avidez y siempre me sentaba mal. Los remordimientos de conciencia por haber desobedecido a mi madre, hacían que se me cortase la digestión.
Mi madre tenía razón. Aquel invierno, aquella Navidad, mi hermano mayor se marchó. Fue dramático. Mi madre gritaba. Nunca la había visto así. Me di cuenta, en ese momento, de cómo una madre defiende a sus hijos en circunstancias tan duras. Se enfrentó al hombre que entró a buscarle. Le hirió en una mano, que sangraba. Él no dudó en patear a mi madre. Aquello me indignó. ¡Era Navidad!
Dónde fue mi hermano lo supe algo después.
Durante la noche más fría de aquel invierno la calle quedó desierta más pronto de lo normal. Mi madre estaba especialmente triste. Cuando la noche era cerrada y sonaban las doce en el reloj de la plaza, muchas de las madres se reunieron como en un ritual sagrado. En círculo lloraban y relataban como una especie de oración. Me acerqué a ellas. Al ser pequeño, me estaban permitidos privilegios que a los mayores se les prohibían. Allí sentado, junto a mi madre, pude ver cómo las lágrimas brotaban de los ojos de todas ellas, que sin duda alguna, estaban destrozadas por el dolor. ¿El dolor de la Navidad? Me acurruqué junto a mi madre y ella me acogió casi sin advertir que yo la miraba desde abajo.
- Mami... -susurré-.
- Ssshhh.
- ¿Por qué lloras, mámi? ¿Qué te pasa?
- Ven conmigo.
Me rodeó con su brazo y me empujó suavemente lejos del grupo. Ven, me dijo. He de hablarte de algo importante.
Me sentí mayor. Supuse que mi madre iba a contarme por fin, dónde estaba mi hermano, todos los hermanos mayores y todos los papás. Y así fue. Lo que no sabía es que aquello hizo que nunca más fuese pequeño. Que nunca más deseara comer aquella deliciosa comida que por Navidad nos ofrecían. Y sobre todo, que nunca más deseara una nueva Navidad.
“Verás hijo, -comenzó- Las personas tienen la necesidad de adornar con costumbres sus celebraciones. Como ya te dije un día, las Navidades de los hombres no son como las nuestras. Mientras sus casas se llenan de luz, amor, amistad y, sobre todo, de cosas materiales: regalos, comidas, bebidas... Nuestra casa se llena de terror, incertidumbre y dolor.
Hay una tradición, en el mundo de los hombres, que dice que la noche de Nochebuena, con toda la familia reunida: la que se quiere y la que se odia, en torno a una mesa, han de sentarse todos a degustar gran variedad de alimentos.: Los que les gustan y los que no. De dulces: los que les agradan y los que les enferman. De licores y alcohol: los que les alegran y los que les emborrachan. Y junto con todos esos manjares hay uno, concretamente uno, que no debe faltar. ¿Sabes cuál, hijo? -No mami- Dije temiéndome lo peor. Si mi amor: El pavo. Y tu hermano, tu papá y todos los demás que van faltando cada año de este corral se sientan a la mesa de los hombres para que ellos cumplan con su tradición sagrada, para que la Navidad sea Navidad.
Nunca me recuperé de aquel golpe. Durante el año siguiente, sabiendo que cuando llegase de nuevo el frío y mi madre volviese a acurrucarse en el rincón, yo también me sentaría a la mesa de los hombres, me dediqué, como una madre más, a prohibir a los pequeños que comiesen en exceso. A disfrutar de la vida, de la poca vida que me quedaba.
Efectivamente yo era joven, pero los puñados de maíz que mi amigo (que por cierto cayó aquel año) me traía a escondidas, habían hecho de mí un Pavo grande y hermoso.
Digno sin duda de sentarse a la mesa de Navidad, y compartir con los hombres, aquello que mi madre acertó en llamar “Nuestras Negras Navidades
”.

(Este texto está registrado)
Hasta dentro de unos días.
Os quiero.
Sólo recuerdo un invierno anterior. Por lo tanto, debo ser aún muy pequeño. Mis hermanos, algunos mayores y otros más jóvenes que yo, se aferran a mi madre e imitan siempre su actitud. No lo entiendo.
Somos muchos en casa. Al menos quince, más mi madre, claro. Vivimos en un sitio que dicen que es horrible. A mi no me lo parece, la verdad.
Jugamos todo el día en la calle y en casa, mis hermanos y los demás, porque somos muchos, muchísimos. Hay muchas mamás con un montón de hijos. De todas las edades. Así que siempre hay con quien jugar. Cuando mis hermanos se enfadan conmigo, pues busco a cualquier otro.
Claro, que ahora que lo pienso... nunca he visto papás. No sé por qué. Una vez le pregunté a mamá:
- Mami, ¿Por qué nuestro papá no está aquí?
- Hijo... papá está lejos. Ellos se lo llevaron. Debiste nacer hembra.
Estaríamos juntos mucho más tiempo...
Mi madre siempre hablaba mal de ellos, de los que se llevaron a papá. Pero la verdad es, que no entiendo muy bien por qué. Al fin y al cabo, son los que nos proporcionan la comida y la bebida que todos necesitamos... Si fuesen malos... digo yo que no nos darían de comer. Bien es verdad que la comida es escasa pero, al menos, no nos morimos de hambre.
La cantidad de comida varía según la época del año. La mejor época, sin duda, es ésta. Cuando acaba el verano y el otoño está en pleno apogeo, la comida siempre es abundante. Qué digo abundante, es extraordinaria, excesiva, y, sin embargo, mi mamá y todas las demás mamás insisten en que no la tomemos. Que no comamos más que lo justo. ¡No lo entiendo! Un maíz tan tierno y tan hermoso desperdiciado. Y, claro, los amos se enfadan, y con razón, creo yo.
Aquel día nevaba. La calle se cubría con un grueso manto blanco y vi algunas personas sonrientes que pasaban delante de mi casa. Por un ventanuco, al que conseguía subirme de vez en cuando, podía ver apenas los tobillos de la gente que paseaba por allí. Sólo tenía acceso a la figura completa cuando pasaban por la acera contraria, frente al ventanuco.
Y así lo vi: Un gran árbol, un abeto creo, adornaba una plaza cercana. No podía retirar

- Mami, ¡Mami! ¿Qué clase de frutos da ese árbol que hay en la plaza?
¿Cómo se llaman? ¿Se comen?
- No son frutos, cariño. Son adornos de Navidad. –La tristeza se reflejó en su
rostro-.
- Ah... Navidad. ¿Navidad? ¿Qué es la Navidad, mami?
- Navidad... -dijo como buscando las palabras- Es una época negra. La
época en que las familias se deshacen. La época en que la desgracia se
cierne sobre nuestras cabezas.
- ¿Y por qué la gente va tan contenta, mami? Los niños sonríen. Y no he
visto, como el resto del año, que los hombres se peleen.
- Te hablo de nosotros cariño. De nuestra familia. Tu hermano mayor... tal vez
se marche pronto... como papi.
- ¿A dónde?
- ¡Ssshhh! Traen la comida y el agua. ¡Corre! escóndete en aquel rincón.
Estás tan grande para tu edad..., ¡Vamos, escóndete!
Yo corrí despavorido al último rincón de mi casa. Precisamente bajo aquel ventanuco. Me acomodé como pude al lado de una caja de manzanas medio podridas. Un exquisito manjar. Los copos blancos comenzaron a caerme encima. ¡Estaban helados!
Reflexioné sobre lo que mi madre me había contado. Cuanto más lo pensaba, menos lo entendía. Según mi madre, la Navidad no es igual para todos... Sin embargo, a mí me gustaba... Escuchaba de cuando en cuando, unas cancioncillas muy tiernas que hablaban de amor, de paz y de amistad, ¿Cómo podía ser eso algo malo? ¿Por qué nosotros no cantábamos aquellas melodías y nos sentíamos tan dichosos como ellos? Al fin y al cabo todos vivimos en la misma ciudad. Y, si bien es verdad que somos pobres, comemos a diario y, seguramente nuestro amo se siente contagiado de los villancicos y del ambiente Navideño, y esa debe ser la razón por la cual, en estas fechas, la comida es abundante y excelente. Pero mi madre sigue empeñada en no comer ella y en que no comamos nosotros.
Uno de mis amigos se ponía ciego de maíz y, de vez en cuando y a escondidas, me llevaba un puñado para mí. Lo comía con avidez y siempre me sentaba mal. Los remordimientos de conciencia por haber desobedecido a mi madre, hacían que se me cortase la digestión.
Mi madre tenía razón. Aquel invierno, aquella Navidad, mi hermano mayor se marchó. Fue dramático. Mi madre gritaba. Nunca la había visto así. Me di cuenta, en ese momento, de cómo una madre defiende a sus hijos en circunstancias tan duras. Se enfrentó al hombre que entró a buscarle. Le hirió en una mano, que sangraba. Él no dudó en patear a mi madre. Aquello me indignó. ¡Era Navidad!
Dónde fue mi hermano lo supe algo después.
Durante la noche más fría de aquel invierno la calle quedó desierta más pronto de lo normal. Mi madre estaba especialmente triste. Cuando la noche era cerrada y sonaban las doce en el reloj de la plaza, muchas de las madres se reunieron como en un ritual sagrado. En círculo lloraban y relataban como una especie de oración. Me acerqué a ellas. Al ser pequeño, me estaban permitidos privilegios que a los mayores se les prohibían. Allí sentado, junto a mi madre, pude ver cómo las lágrimas brotaban de los ojos de todas ellas, que sin duda alguna, estaban destrozadas por el dolor. ¿El dolor de la Navidad? Me acurruqué junto a mi madre y ella me acogió casi sin advertir que yo la miraba desde abajo.
- Mami... -susurré-.
- Ssshhh.
- ¿Por qué lloras, mámi? ¿Qué te pasa?
- Ven conmigo.
Me rodeó con su brazo y me empujó suavemente lejos del grupo. Ven, me dijo. He de hablarte de algo importante.
Me sentí mayor. Supuse que mi madre iba a contarme por fin, dónde estaba mi hermano, todos los hermanos mayores y todos los papás. Y así fue. Lo que no sabía es que aquello hizo que nunca más fuese pequeño. Que nunca más deseara comer aquella deliciosa comida que por Navidad nos ofrecían. Y sobre todo, que nunca más deseara una nueva Navidad.
“Verás hijo, -comenzó- Las personas tienen la necesidad de adornar con costumbres sus celebraciones. Como ya te dije un día, las Navidades de los hombres no son como las nuestras. Mientras sus casas se llenan de luz, amor, amistad y, sobre todo, de cosas materiales: regalos, comidas, bebidas... Nuestra casa se llena de terror, incertidumbre y dolor.
Hay una tradición, en el mundo de los hombres, que dice que la noche de Nochebuena, con toda la familia reunida: la que se quiere y la que se odia, en torno a una mesa, han de sentarse todos a degustar gran variedad de alimentos.: Los que les gustan y los que no. De dulces: los que les agradan y los que les enferman. De licores y alcohol: los que les alegran y los que les emborrachan. Y junto con todos esos manjares hay uno, concretamente uno, que no debe faltar. ¿Sabes cuál, hijo? -No mami- Dije temiéndome lo peor. Si mi amor: El pavo. Y tu hermano, tu papá y todos los demás que van faltando cada año de este corral se sientan a la mesa de los hombres para que ellos cumplan con su tradición sagrada, para que la Navidad sea Navidad.
Nunca me recuperé de aquel golpe. Durante el año siguiente, sabiendo que cuando llegase de nuevo el frío y mi madre volviese a acurrucarse en el rincón, yo también me sentaría a la mesa de los hombres, me dediqué, como una madre más, a prohibir a los pequeños que comiesen en exceso. A disfrutar de la vida, de la poca vida que me quedaba.
Efectivamente yo era joven, pero los puñados de maíz que mi amigo (que por cierto cayó aquel año) me traía a escondidas, habían hecho de mí un Pavo grande y hermoso.
Digno sin duda de sentarse a la mesa de Navidad, y compartir con los hombres, aquello que mi madre acertó en llamar “Nuestras Negras Navidades



(Este texto está registrado)
Hasta dentro de unos días.
Os quiero.